En el Día de la Madre se pueden decir infinitas frases, expresar miles de sentimientos, escribir interminables adjetivos, tratar de redondear ideas para describirla, pintar con palabras lo que brota del alma, esculpir en la página su imagen imborrable, coser con puntadas su corazón para que no se vuele, bailar imaginariamente con ella el vals de la vida, volver a caminar a su lado dando los primeros pasos, besarla hasta pegotearla con nuestra dulzura de niños, jóvenes, adultos y ancianos, describirla como un ángel que vuela eternamente sobre nuestras cabezas, saborear sus platos cotidianos, abrazarla fuerte para sentirla cerca, recibir su aliento perfume de la creación, recordar sus manos para sostenernos, reírnos de la marca del ombligo del cordón umbilical que nos unió, mirarse nuevamente en sus ojos encandilados por la magia de la maternidad, volver a apoyarse en su pecho para ser protegidos, sentir sus latidos de reloj creador, registrar sus suspiros llenos de esperanzas para sus hijos, elevar la mirada desde la pequeñez para ver su gigantesca figura, recorrer su cuerpo desde nuestra intrauterina cobija hasta su desgastado cuerpo de tanto prodigarnos cuidados, disfrutarla si está y seguir adorándola en su ausencia, seguir siendo sus hijos a pesar de su dimensión mortal, mantener el diálogo mudo de cariño cotidiano compartido, seguir siendo amamantados por su amor inconmensurable, de agradecer la magia de un parto para habernos convertido en sus bebés indefensos y que gota a gota nos fue moldeando como personas bajo la locura cuerda y apasionada de haber sido mamá, nuestra mamá.
INVITADA
MARTHA WOLFF
Periodista y escritora
