Cuando era chica, recuerdo que mi mamá consultaba las fechas de vencimiento de nuestras vacunaciones de un carné que cada uno de sus hijos tenía. Era todo un ritual para cuidarnos y protegernos. La vacuna era una obligación y un derecho, pero para salvarnos de enfermedades. Era importante, en mi caso y en muchos seguramente, porque nuestros padres que habían padecido migraciones, falta de idioma, enfermedades por hacinamiento y dinero, se dedicaban a sobreprotegernos para cubrir nuestras necesidades sanitarias.
Había dos vías para cubrir la salud: el hospital público y el médico de familia. Ese doctor que venía a casa y con el que nuestros padres se sentían seguros.
Pero la vacuna era sagrada y para todos, no tenía dueño ni marca porque no había medios de comunicación, como ahora, en la que la vacuna tiene nombre y apellido, nacionalidad y afiliación política. De la que sí recuerdo el alivio que fue cuando se descubrió la vacuna Sabin, de la poliomielitis que era oral, se suministraba en un terrón de azúcar y que reemplazó a la Salk intramuscular, allá por 1957. Era un momento de mucho temor y fue una esperanza para salvarse ya que tengo presente que hubo muchos casos en mi barrio y afectó a una amiga que quedó con limitaciones. Todo olía a lavandina y acaroína, teníamos colgando unas bolsitas con pastillas de alcanfor prendidas con alfileres de gancho en las camisetas.
Recuerdo la cicatriz que tenía mi madre de la vacuna de la tuberculosis que ostentaba en su brazo derecho y la de la fiebre amarilla cuando viajé a la India y Sudáfrica. Tengo viva la película que mostraba en la Isla Ellis, a la entrada de Nueva York, como los marcaban a los inmigrantes según la enfermedad que traían y tantas imágenes de médicos y enfermeros milagrosos que arriesgaron su vida para salvar de epidemias a millones de personas. Y perduran las corridas que hacíamos a la Cruz Roja ante accidentes caseros y a otras reparticiones públicas en casos de urgencia.
Mi familia se atendía en los hospitales municipales y se operaban allí, y con el tiempo apareció la medicina privada y pasamos a ser sus socios. Todo esto para resguardar la salud familiar.
Esta introducción tiene que ver con una etapa de la política argentina peronista, en la cual el desarrollo sanitario se acrecentó junto a quien fuera el Ministro de Salud Ramón Carrillo, pero que no fue exenta de influencia ideológica, porque filtraba a la vez propaganda partidaria y adoración de sus líderes. La marca en el orillo iba incluida en la beneficencia.
De esa herencia y tradición, hoy ante la epidemia de coronavirus mundial y local, los camporistas repiten esa historia. Además de ofrecerla a correligionarios y amigos, para llegar a ser los sobrevivientes con la ambición de eternamente seguir gobernando la Argentina.
La nueva generación no conoce el derecho internacional del “juramento hipocrático” de los médicos, quienes, al recibirse, su misión es salvar vidas sin banderas ni tendencias ideológicas. Por la Tierra caminan millones de seres con vidas rescatadas por anónimas manos, lo que habla de la diferencia entre querer vacunar en nombre de un partido y no de la vida. La vacuna se ha convertido en un arma, un voto, un candidato a sumar. También se publicita a los famosos que deciden vacunarse, para que la población copie a sus ídolos convirtiéndose esto en “Hollywood anticorona argentina”, sumando a esta campaña a los políticos valientes para ser imitados por el pueblo.
Pero cuidado que, en todas las dictaduras, los que se acoplaron a sus propuestas, una vez derrotadas, quedaron como adherentes y los que se negaron como combatientes. Más vale ser uno más en la multitud que decide por sí mismo beneficiando a la sociedad, que ser uno más en la lista del poder de turno.
Los países y los laboratorios deberían tener una sola bandera y utilizar los recursos que tengan para salvar vidas y no usarlas para publicitarse, ya que como reza el dicho: “Salvar una vida es salvar a la Humanidad”; los que pueden pagarla deberían abonarlas para equilibrar a los que no pueden, y los mecenas ayudar a los que no tienen según su voluntad, pero no por imposición. Los estados siguen reclutando dinero de diversiones para entretener a la gente como casinos y carreras de caballos, transmisión de partidos de fútbol, mítines, discursos, etc. Indudablemente se manejaría mejor el dinero si se utilizaría para comprar vacunas, y habría más donaciones y sentido comunitario cuando el poder dejé de mirar sus intereses para darles a sus pueblos confianza y seguridad.
Hoy la vacuna es un instrumento internacional de poder de unos países sobre otros. Una guerra decadente ante la muerte de un virus que acecha.
INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora