Las aborígenes embarazadas están escondidas en la selva de Formosa, a 700 kilómetros de la ciudad, porque son perseguidas para sacarles a sus hijos, ya sea por cesárea forzada o llevándoselos para cortar el contagio del coronavirus. Medida que toma el gobierno de manos de policías que las persiguen y acosan. Una medida engañosa para quitárselos, vaya a saber si no los mezclan, regalan o matan para exterminar ese grupo. Y a las jóvenes les ponen un chip anticonceptivo, por tres años, para que no se reproduzcan sin su consentimiento. Medidas al mejor estilo nazi de los campos de concentración y comandados por Mengele, el médico que experimentaba con mujeres embarazadas y sus recién nacidos para mejorar la raza aria, con los judíos a su disposición como conejos de India. También los torturados en el Proceso al parir las secuestradas, las mataban o les robaban sus hijos, para ser entregados a familias de adopción, para lavarles su origen anotándolos como propios y no revelándoles la verdad. Todos ejemplos de barbarie política y discriminatoria.
Esta locura avalada por su gobernador tirano, que dispone de la vida y de la muerte de sus ciudadanos, y que los mantiene como rehenes, es aún más que grave ya que los organismos de Derechos Humanos, de Mujeres, de Justicia, el INADI y demás, se mantienen en silencio. Es el homónimo de aquella famosa frase fascista, que el silencio es salud. Silencio que tiene que ver con el miedo, mejor me callo porque si no pierdo el compinchismo y el puesto.
Esas mujeres no tienen plata para llevar a sus hijos a Cuba, ni pueden leer ni ellas ni sus hijos los libros que editan para infiltrarles su ideología, pero sí retenerles los documentos para que voten al partido gobernante, o recibir a la primera dama cuando les llevó útiles a un pueblo del Chaco, más pobre que la pobreza. Además, se trataba de un convenio para la perforación de un pozo de agua para un pueblo sediento, enseñándoles cómo se debe vestir en zonas calurosas. Dejados así, abandonados, como si no fueran argentinos ni hijos de Dios, se ven esas mujeres como gladiadoras de sus vientres para que no les quiten a sus hijos.
Quiero recordar a la odisea de quien fue la doctora Gisella Perl, deportada desde Hungría junto a su familia al campo de concentración de Auschwitz, donde perdió a su marido y a su único hijo varón, además del resto de su familia y a sus padres. Se la obligó a trabajar como médica en el campo, con la tarea de ayudar a sus compañeras prisioneras para que mejorasende sus enfermedades y de sus problemas derivados de la incomodidad, la insalubridad y los horrores del campo. Sin embargo, no podía hacer mucho por ellas, ya que no contaba con antisépticos, vendajes limpios ni agua corriente. Adquirió notoriedad, pese a los contratiempos, por haber salvado la vida de cientos de madres ayudándolas a abortar, ya que las mujeres embarazadas solían ser golpeadas y asesinadas o utilizadas por el Dr. Josef Mengele para hacer vivisecciones. En marzo de 1947 viajó a la ciudad de Nueva York, donde fue interrogada bajo sospecha de haber asistido a los médicos nazis de Auschwitz, por violación de los derechos humanos. Finalmente, en 1951, se le concedió la ciudadanía estadounidense. Ingresó al Hospital Monte Sinaí en Nueva York, para trabajar como ginecóloga. Asistió en el parto de tres mil bebés sólo en Nueva York, convirtiéndose en experta en tratamientos contra la infertilidad, para compensar con la concepción de la vida, lo que tuvo que hacer en el campo de concentración. Un ejemplo que eriza la piel.
Hay que haber sido una humanista para asumir esa responsabilidad como lo hizo ella. Ahora ante semejante horror pasado y presente, hay que recordar y no callar. Las mujeres democráticas tenemos que hacer algo para ayudar a esas mujeres indefensas, por el derecho a la maternidad y a la vida avasallada. Creo en la sororidad.
INVITADA
MARTHA WOLFF
Periodista y escritora