Padece una enfermedad incurable. Reclama una ley de eutanasia.
La vida es un don maravilloso que permite en todos y cada uno de nuestros días desplegar todas aquellas potencialidades que, por más reducidas que sean, posibilitan pensar y hacer lo que con alegría efectuamos por impulso voluntario o por satisfacción del deber cumplido cuando estamos obligados.
Seguramente el conocimiento que toda vida es finita nos arraiga a ella y evitamos pensar en su terminación que por inevitable y desconocida nos abruma de temor. La palabra muerte por sí sola, como concepto, inspira angustia y si además se la asocia y singulariza en la propia, la muerte deviene en un sentimiento insoportable que tratamos de evitar sin siquiera considerar. Es normal que así sea.
Pero esta actitud negadora debe necesariamente ser revisada en aquellos casos en que la prolongación de la vida, o mejor dicho lo que queda de ella desnaturalizándola, se transforma en una tortura impiadosa para quien se encuentra en situación terminal, irreversible, sufriendo lo indecible y sin esperanza alguna. Y para sus familiares y seres queridos que deben permanecer inermes sin poder hacer nada más que aguardar hasta que finalmente se extinga ese cuerpo yacente que ya no representa a la persona que contenía.
Es que entre el amor a la vida que nos empuja a estirarla el máximo posible y el temor a la muerte que nos impone no ser prematuramente alcanzado por ella, hay una zona en que se subvierten esos valores, ya que el verdadero amor a la vida clama por su conclusión y solo la muerte en esa situación pierde su imagen tétrica y brinda, al hacerse presente, el único auxilio posible a la corrupción física y espiritual de lo que dejó de ser vida.
Hay muchas dolencias que conducen en su estadio terminal a esa deplorable condición en la que el paciente (nunca mejor aplicado el vocablo) sufre y sabe que no va a mejorar, que finalmente de todos modos va a morir y desea terminar con ese injusto suplicio y sin embargo, por su propio estado, no puede hacer nada al respecto.
Un ejemplo paradigmático de esa situación lo constituye la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), incurable enfermedad neurológica que padezco desde hace cuatro años y que consiste en la muerte progresiva de las motoneuronas que son las que gobiernan el impulso eléctrico que permite el movimiento de absolutamente todos los músculos, hasta su total atrofia, por lo que siempre acaba en la muerte, generalmente por fallo respiratorio, esto es lisa y llanamente por asfixia.
Pero además siendo que sólo afecta el movimiento muscular, deja intacta la faz sensitiva, o sea que el enfermo siente y sufre todo lo que le pasa en su cuerpo y la cognitiva, o sea que entiende perfectamente lo que significa su situación, a dónde conduce y crecientemente se angustia mientras se produce su incesante desmoronamiento corporal.
Nadie se cura. No hay registro alguno de curación ni detención definitiva de sus síntomas. La ciencia aún no conoce siquiera qué es lo que causa la enfermedad. Es tan rara que muy pocas personas la sufren, tan sólo 2 ó 3 cada 100.000 habitantes, por lo que los laboratorios de investigación se desalientan para invertir enormes sumas de dinero que por cuestiones de mercado no podrían recuperar ante tan minúscula demanda.
Pero el amor a la vida impone hacer todos los esfuerzos y sacrificios necesarios para que mientras se pueda luchar por sostener una calidad de vida compatible con el mantenimiento de la dignidad. Ese es el límite. Que no quiere decir entregarse sin estirar al máximo la pelea por la vida digna.
Para eso cuento con dos poderosas armas: el amor y el humor.
El amor traducido en aceptación y comprensión de mis hijos, nietos, hermanos, sobrinos, mi ex cónyuge, amigos y también de un excepcional equipo terapéutico interdisciplinario que subviene a todas las necesidades requeridas por mi condición.
Y el humor que actúa como irremplazable catalizador que permite admitir la realidad sin miedos paralizantes, nos vincula a todos desde una común actitud que brinda apoyo, sostiene el ánimo, dinamiza la energía y ayuda a desdramatizar no sólo a la enfermedad sino a la propia muerte.
Así podemos ganarle día a día sólo un día más al progreso inexorable de la enfermedad.
No soy creyente y respeto profundamente a quienes sí lo son. Creo que la dignidad es suficientemente poderosa como para ser el valor fundante de permanencia de la existencia humana. Si ella se pierde nada tiene sentido.
Y eso es lo que sucede cuando se llega al tramo final de esta cruel enfermedad. Dolor, angustia, desesperanza, inmovilidad e incapacidad absoluta de expresión y de respirar, pero con la lucidez y conciencia intacta son las condiciones en que así se llega.
¿Qué hacer? El ciclo de esa vida ha concluido y la piedad y amor a la vida clama por su alivio definitivo, cuando es lo que decide quien lo padece.
¿Por qué impedirlo? ¿Cuál es la razón que obstaculiza esa salida? ¿Puede el Estado interferir oponiéndose al ejercicio del derecho personalísimo a la libertad de decidir sobre su propia vida, sin alterar ni perjudicar ningún otra, cuando se dan esas circunstancias?
¿Por otra parte, negarse a tratar y sancionar la ley de eutanasia acaso no advierte a quien desea prolongar su vida más allá de la posibilidad de ponerle fin por sí mismo, e implica a la vez paradojalmente una suerte de instigación al suicidio a realizarlo mientras tenga posibilidad para hacerlo?
El respeto a la vida merece que el Congreso Nacional se avoque lo antes posible a sancionar una ley de eutanasia. Como lo han hecho varios países, Colombia en Latinoamérica, entre ellos.
Creo en la democracia como ciudadano y en el derecho como abogado sé que la Constitución Nacional ampara lo expresado.
Solamente así los legisladores saldarán una deuda largamente impaga.
Daniel Eduardo Ostropolsky
Abogado
DNI 7.647.918