Santo en la Web y en la Red

26 de julio, 2024

MARTHA WOLFF. Maradona entre el Luna Park y la Casa Rosada.

Los que cumplimos ya muchos años recordamos las grandes manifestaciones de ayer que no difieren de las de hoy. En mi caso yo me crié entre el Once y Congreso, vía de concentración para comenzar el desfile hacia la primera parada que era el Congreso y luego seguir camino a Plaza de Mayo. Vi desfilar multitudes, cantar la Marcha Peronista, flamear banderas argentinas, avanzar la primera fila con pancartas de tela con las siglas al movimiento obrero que pertenecían, obedecer las órdenes impartidas desde semáforos, observar un mar de manos sosteniendo carteles con fotos presidenciales, símbolos de lucha partidaria y mujeres y niños que durante horas colmaban las calles. Igual que hoy y con obligación de ir porque la ausencia se pagaba y se paga con castigos laborales y sindicales.

Cuando murió Evita el mismo sistema de traer a la gente del interior del país se hacía en colectivos al igual que los cientos que se ven estacionados para apoyar al  gobierno con demostración de  convocatoria que no es voluntaria. Cuánta más asistentes la matemática queda hecha un poroto ante el cálculo al día siguiente de la prensa aliada.

Antes no había baños públicos y la puerta de mi casa fue un inodoro. Las extensiones de caños para colgar las coronas llegaban más allá de mi cuadra. La fortuna en flores y su belleza en honor a su memoria contrastaba con la pobreza de quienes la lloraban haciendo interminables colas para entrar a darle su último adiós, tan paradójico como cuando iba en el coche descapotado hacia la Casa Rosada para hablar desde el balcón al lado de Perón con su tapado de visón. El resto de su lujoso vestuario lo vi en vivo y en directo cuando se expuso, en lo que era la casa donde vivieron Perón y Evita, en Avenida del Libertador y Austria. Mi madre era modista y me llevó a verlo. Era un ajuar más de una estrella de Hollywood o de linaje real que de la representante de los descamisados y de los que necesitados.

Yo tuve que besar el vidrio que separaba su inmortalidad embalsamada mientras una mujer con un trapo con alcohol limpiaba después, se pasaba de a uno. Estaba en la escuela primaria y mi padre era empleado de comercio. Debía ir, pasaban lista, aconsejaban que era conveniente, más si teníamos padres que eran empleados del Estado. Estuve horas en medio de una idolatría que rayaba con la ciencia ficción. Se había muerto la madre de la Patria. Nunca me voy a olvidar lo que sentí de tener que apoyar mis labios para ser una más que lloraba su muerte. Que no era mi caso, ya que en mi casa se hablaba de lo que pasaba, porque habían conocido y sufrido en Europa el comunismo, el fascismo y el nazismo.

Ante el fallecimiento de Maradona, al que creo que no le hubieran que tenido que hacer la autopsia, porque nadie lo mató si no él mismo, las multitudes en las calles, barrios, ciudades, provincias y el país todo, volvieron a ser los colmados de gente que lo adoró porque representaba alegría y patriotismo. Su funeral hubiera tenido que ser en una cancha de fútbol, que era su lugar franco, y no politizar su deceso cuando era una muerte anunciada. Los altares improvisados fueron más honestos que los preparativos para la muchedumbre en plena pandemia. Pobre Plaza de Mayo, otra vez gozará de su lugar privilegiado de convocatoria y sufrirá de fanáticos, que no respetarán sus canteros ni sus fuentes, sus trazados y monumentos y será voluntario.

Maradona logró con la batuta genial innata de su arte de jugar al fútbol, una sinfonía que hizo feliz a los argentinos y al mundo, y fuera de la cancha su revanchismo de cuna pobre desequilibró su amor por su familia y pueblo con un exhibicionismo de jeque entre joyas, pieles, harem y droga. Su búsqueda social, para encontrar más justicia, y su orientación hacia los dictadores no fue un gol de media cancha. Su maltrato hacia las mujeres que no se acostaban con él por amor, ni tuvieron hijos por una pasión desesperada, dejó mucho que decir.

Maradona se casó en el Luna Park y ahora lo velan en la Casa Rosada, dos mundos separados por pocas cuadras, entre el amor de su juventud barrial y su dimensión universal.

Maradona murió y se perdió un genio del fútbol y un gran consumidor de droga que lo fue minando día a día. Con lo que cuesta su velatorio se deberían haber construido canchitas de fútbol donde no hay, para que los pibes lo imiten, ponerlo también como ejemplo de consumir droga es comprar muerte.

INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora

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