Verano, temporada de tres meses en el que el calor nos hace vulnerables para andar de aquí para allá y soportar las altas temperaturas. Verano que tiene como sinónimo la liviandad de las ropas, la frescura del ambiente refrigerado, las comidas frugales. el deporte de ir de veraneo para tomar sol, disfrutar el mar y perderse en la inmensidad del horizonte para olvidar la cotidianeidad.
Así ya con la malla puesta, instalados con sombrillas, reposeras, heladera, protector solar, sombrero, anteojos de sol y el resto del equipo, una de las actividades es caminar por la orilla. Caminar y dejarse llevar ante el irregular festoneado de espuma que se dibuja cuando el agua parece morir para renacer con su retirada. Caminar y vagar dejando huella en la arena mojada y en la seca. Huellas de pies mezcladas con las patitas tríada de las gaviotas. Pisadas como sinónimo de presencia humana y animal sobre la sábana dorada de las partículas rocosas o sobre las rizaduras de las dunas.
Pero algo ha cambiado en las orillas de los mares que no es ni el agua que se va y vuelve con su espuma, su salitre, sus revoltijos de caracolas, y es que a pocos metros y salpicadas a lo largo de la costa están los vendedores de ropa.
Vendedores de ropa blanca que asemeja estar en san salvador de bahía. Vendedores con ropa de colores de vestidos cortos, largos, blusones, camisas, camisolas… pero con predominio de ropa blanca con diseños de calados, ropa blanca con puntillas, todo blanco o salpicados con dibujos o flores de colores rosas, verdes, turquesas. Prendas con brillos, transparentes, tupidas de texturas de tramado a mano o de gramaje volátil como las gasas y las sedas, todo un mundo de moda y creatividad al servicio de la elegancia playera tanto nacional como extranjera.
Vendedores que caminan y estacionan aquí y más allá en las payas con sus rostros y cuerpos renegridos, casi atléticos como sus pies de tanto pisar y vencer a la aparente fragilidad de la arena para avanzar como conquistadores el desierto de las playas habitadas por turistas.
Vendedores que cargan una larguísima rama de bambú que calzan sobre sus hombros ofertando una carga de ropa que al son de su andar se mueven como si fueran danzando al compás del viento y el susurro del mar. Vendedores que se han incorporado al cuadro marino de verano y playa vendiendo sus ropas y que al estacionar en un lugar clavan el eje central de la rama y la sostienen a con un trípode de metal para evitar que se derrumbe ante las ráfagas marinas.
Vendedores que con su mercadería femenina al servicio de la elegancia playera tienen entre su equipaje nómade un espejo para reflejar imagen y coquetería de sus probadores al aire libre cual si fueran modistos al paso.
Vendedores que tienen al viento como el mejor aliado porque modelan las prendas como si fueran ninfas fantasmagóricas. Vendedores adoradores de Eolo, el dios del viento, colaborador indispensable para dar volumen a la ropa como corporizándolas, viento que sopla, que las arremolinan, que las mece, las infla, las modela e incita con sus vibraciones a su compra.
Esos vendedores de ropa son un aditamento más al encanto de la playa que le da elegancia y charme a ropa venida de lugares lejanos donde se fabrican y elaboran por artesanos expertos en manualidades y materiales nobles.
Esos vendedores de ropas existen en todas las playas del mundo que hace años apostaron al comercio en lugares de relax ofreciendo bellezas de lejanas tierras como un intercambio cultural y comercial con arte bajo el sol del verano.
Los vendedores de antes eran de café, helados, sándwiches, bebidas y entre ellos abundaban los fotógrafos cuando no existía el celular que pasó a ser el sueño de la máquina fotográfica propia.
Todo cambió menos el mar con su inmensidad queriendo llegar agotado a la orilla y para luego retomar su ola, el sol pertinaz y la gente que ama todo ese espectáculo para disfrutar de la naturaleza que le está vedada en las grandes ciudades durante el año.
Los vestidos y el viento, el viento y los vestidos esperan y mientras tanto los disfruta el viento.