Perdimos la Paz.
Vivimos en cárceles sin haber cometido ningún delito.
Estas nuevas prisiones son nuestras casas. Hemos sido obligados a cambiar nuestra forma de vida.
Tuvimos que ir transformado nuestras viviendas porque la realidad se empeña en demostrarnos que los “inmorales nos han igualado”, como nos anticipara desde su Cambalache, Enrique Santos Discepolo en el siglo pasado.
Colocamos rejas, compramos alarmas, alambres de púa, cámaras de seguridad, incorporamos perros guardianes y no son pocos los que se armaron.
Nada nos parece suficiente para proteger a nuestras familias.
Tememos cuando estamos en nuestros hogares, y cuando salimos. Por supuesto que confiamos más en la alarma comunitaria que en el 911.
Ninguno de nosotros está tranquilo cuando nuestros hijos deben salir o regresar de la escuela, el trabajo, el boliche o cuando van a visitar amigos o familiares.
No hay lugar donde estemos seguros.
Todos estamos en la mira de los delincuentes. No hay excepción alguna.
Aprendimos, a fuerza de golpes, que en nuestro lenguaje cotidiano tenemos que sumar la comprensión de “secuestro extorsivo”, “express” o “virtual”, “entradera” o “salidera” y “zona liberada”.
Ya no es suficiente que les entreguemos a los delincuentes todos los bienes que pretenden o puedan encontrar a mano.
Sabemos, desgraciadamente, que pese a cumplir bajo amenaza con lo que piden también son capaces de matarnos. Hay suficientes ejemplos como para que alguien que tenga la responsabilidad de defendernos se haga el distraído. El único estado que tenemos presente cada uno de nosotros, es el “estado de miedo” que nos agobia.
Los Gobiernos pasan. Cada uno de los discursos toma la seguridad como prioridad en el orden del día. El “verso” ya cansa por su mala calidad y su repetición sistemática de promesas incumplidas. La receta, con versiones distintas, no deja de ser una expresión de deseo, y siempre es “el otro”, el que tuvo la culpa.
La escena se monta para anunciarnos las mejoras que vamos a recibir y a las pocas horas se desmonta la escenografía y nos quedamos con lo de siempre, “la nada misma”.
La confianza en nuestras Instituciones no la perdemos porque conformamos una sociedad de impresentables, sino por la incapacidad manifiesta de aportarnos soluciones.
Este desastre no se arregla de un día para otro. Pero tampoco deben tener la pretensión de que esperemos el Juicio Final.
La corrupción de décadas de todos los signos políticos, desde los dictadores hasta los democráticos, nos intoxicó.
Si los que deben cuidarnos se cruzan de vereda, nos meten “de prepo” en una trampa mortal.
La droga como nunca en nuestra historia está haciendo estragos y en buena medida es factor determinante de esta epidemia de violencia que padecemos.
La magnitud que alcanzó solo se pudo dar por la convivencia de los narcos con el Poder Político y las Fuerzas de Seguridad.
No hay careta que pueda disimular esta realidad.
Se agotó la etapa de pedir.
Como ciudadanos debemos exigir que nos cuiden.
Ni una Menos.
Ni uno Menos.
Tener miedo no es rendirse.