Ante la pandemia que azota y los miedos, me fui a hisopar.
Elegí hacerlo en el Teatro Colón. Me pareció un hecho histórico ir a ver ese templo de la cultura convertido en un centro de diagnóstico. Me dirigí a la entrada de la calle Tucumán, hice la cola, y cuando llegó mi turno, entré. Al ingresar, me invadió esa atmósfera de belleza de siempre, aunque diferente, porque esta vez, en vez de sus acomodadores me recibieron personas ataviadas con trajes sanitarios desde la cabeza a los pies. Parecían astronautas con sus mascarillas transparentes y protectoras. Me recibió un grupo humanos entre computadoras y consultorios que iban y venían con informaciones, tubos de ensayo con pruebas y los laboratorios para diagnóstico adyacentes. El espacio del hall central, por donde los espectadores suben por la imponente escalera que conduce a la platea, los palcos y los pasillos laterales para tomar el ascensor hacia los pisos superiores, era un centro de atención con gabinetes separados de acuerdo a las normas de protocolo al público. El resto era solemnidad edilicia, sus pisos de estilo florentino, blancos con diseños florales, sus columnas y ornamentaciones. En ese clásico ambiente se mezclaban los gabinetes instalados para hisopar en esa magnífica planta baja, en uno de los teatros más importantes del mundo. Ni bien ingresé me encontré con una de las magníficas estatuas que la decoran, la alfombra roja y la imponente escalinata que conduce a la platea, a los pasillos laterales, sus palcos y ascensores para las ubicaciones superiores, pero todo estaba cerrado. Los vitrales de la cúpula reflejaban sus colores dando color a la blancura de los guardapolvos de los enfermeros y ayudantes. Los tapabocas dejaban ver los ojos inquietantes para atender a la gente. Fue un espectáculo dentro de un capítulo inédito del destino de ese lugar sagrado de las artes destinado a la salud pública para detectar infectados por el virus que afecta a la humanidad. En ese escenario, fuera del escenario principal, en el subsuelo, donde son creados los macro decorados para los espectáculos operísticos, danzantes y musicales, los talleres de ropa, zapatos, pelucas, tutus y zapatillas de punta, maquillaje y todo lo que implica los argumentos a tratar, estaban desiertos y paralizados. El autor de este drama que se representa fuera de programación tiene autor desconocido y se titula COVID 19 y el enemigo es invisible. Los participantes, o sea los afectados, tienen que usar máscaras sin ser protagonistas del carnaval de Venecia, sino de la muerte o la salvación. Como en las grandes coreografías, los ciudadanos desfilan para ser revisados, mientras que un adagio inaudible suena hasta que los resultados marquen el camino de la salvación, la enfermedad o la muerte.
Estatuas clásicas sobre pedestales alternan con las vitrinas con recuerdos de los grandes artistas que han pasado por allí y son mojones de un tiempo que pasó ante la fragilidad de la vida de los que por ese laberinto luchan entre el arte propiamente dicho y el arte de la ciencia.
En esa mezcla del dinámico arte de salvar vidas y el arte estático de las estatuas se habilitó la planta baja como dispensario. Para los que nunca se atrevieron a cruzar la puerta para curiosear su interior, pudieron traspasar sus muros y encontrarse por primera con su arquitectura y decoración por la urgencia de la pandemia. De este modo indirecto de entrar tanto habitués como indiferentes, todos por igual se encuentran con un espectáculo surrealista que en épocas normales da la bienvenida a los amantes de la ópera, el ballet y conciertos. Ese cambio de destino del Teatro Colón, como tantos lugares públicos y privados, ante emergencias son usados cambiando su destino habitual.
Así, vestida de civil y no arreglada como cuando me visto de fiesta para ir a los conciertos, cuando entré al Teatro Colón para hisoparme, sentí que igualmente me invita a subir imaginariamente su escalera de mármol, de entrar a la sala, tentada de abrir sus cortinados imperiales de terciopelo, y de ese modo, intentando devolverle su normalidad, de volver a sumergirme en el silencio habitado de notas, pasos, composiciones, instrumentos, decorados, bailarines, directores de orquesta, solistas, luces, coros, ballets, coloratura de voces. Todo eso como un mensaje de esperanza de volver a la normalidad, de escuchar, ver y aplaudir la creatividad humana.
INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora