Voy a hacer una confesión pública sobre mí, ser una mujer judía ante la proximidad de la celebración de nuestro Pésaj, la Pascua judía.
Nací de padres inmigrantes de Ucrania y Polonia. Los dos llegaron perseguidos por el antisemitismo. Mi padre, por las incursiones de los cosacos con sus Pogromos (linchamientos masivos a un grupo determinado),y el comunismo en su avance para derrocar al zar. Llegó a la Argentina solo y sin saber el idioma; trabajando pudo traer a sus padres y tíos, menos a dos, que, por haber sido estudiantes universitarios, con el triunfo de la Revolución rusa, ya eran patrimonio del estado. Mi madre, polaca, por el contrario, llegó con su familia.
Tanto mi familia paterna como materna siempre celebraron Pésaj a pesar de las dificultades, pero nunca dejaron de hacerla. Recuerdo a mis abuelos paternos y a mis tías, a los que mi padre les alquiló un local para almacén en la Avenida Juan B. Justo y Villarroel, con vivienda atrás, donde con cocina a carbón se preparaba la cena. Mi abuelo magnánimo, con su barba blanca, presidía la mesa, y nos contaba el “Éxodo de Egipto” y la “Libertad para dejar de ser esclavos”. De parte de mi rama maternal, tengo presente ir a buscar a mis abuelos a la pieza en la que vivían, en un departamento en el que en cada habitación vivía una familia de origen diferente, era una casa de inquilinato. En ese mismo complejo vivíamos nosotros, y esa noche en particular, iban a venir a celebrar en familia Pésaj. Mi abuela, antes de salir se puso el pañuelo al estilo ruso, encendió las velas, giró sus manos sobre ellas rezando, y esa fue la última vez que la vi hacerlo, su costumbre quedó como una herencia inolvidable. Celebrábamos con la comida típica, el pescado relleno en ídish Guefilte fish y su ingrediente el jrein, rábano con remolacha rayados, pollo con papas, manzana al horno, todo acompañado con el pan de los pobres, el matzá, pan no leudado, en recuerdo de cuando los judíos tuvieron que huir y no hubo tiempo para hornearlo. Así de un lado y del otro, a su manera, seguimos recordando el milagro de salvarnos gracias al amor de Dios por su pueblo.
Pasaron los años y seguimos con la tradición. Me casé con un alemán judío que junto a su familia se salvó refugiándose en Holanda, gracias a una vecina que les advirtió que huyeran y a la “Jewish Colonization Association”, quien por el Barón Hirsch, pudo comprar tierras en la Argentina para salvarlos de Europa, habiendo sido “la epopeya de los gauchos judíos”. La familia de mi esposo fue destinada a la colonia agrícola para los judíos alemanes que huían perseguidos por el nazismo, se instalaron en Avigdor, en la provincia de Entre Ríos.
En medio de la Selva Montiel, en condiciones precarias, siguieron haciendo el Séder, la ceremonia, en medio del campo. Cuando pudieron vinieron a Buenos Aires y sus hijos trabajaron y estudiaron. Uno de ellos fue mi esposo, con quien junto a su familia pude conocer cómo habían celebrado los alemanes judíos la Pascua en libertad, diferente a los judíos de Europa Oriental en guetos y en zonas de residencia, separados de los no judíos. Los iekes, judíos alemanes, no conocían el guefilte fisih, pero al emigrar hubo intercambio gastronómico entre ambos, e inclusive con costumbres de los sefaradíes, los dispersos de España por la Inquisición.
Mis suegros pudieron traer vajilla, y entre ella ornamentos judaicos, que yo no conocía, por el contrario, mi familia al emigrar poco pudo traer salvo los candelabros y los libros de rezos.
Me casé, tuve hijos, en un accidente perdí a mi hija mayor. Se acercaba Pésaj, mi esposo y yo decidimos que nuestra celebración sería un ejemplo para nuestros hijos si invitábamos a todos nuestros amigos con sus hijos. Lo hicimos, porque los judíos nunca se detuvieron ante nada, y fueron y son el ejemplo de continuidad. Así fue ese camino trazado por el que hoy continúan nuestros hijos con sus hijos, invitando a los suyos y sus hijos, y algo más, a no judíos a compartir tan bella recordación que dignifica la existencia, la de ser libre. Porque en nuestra casa siempre invitábamos a los que no eran de la colectividad, para qué aprendieran qué era Pésaj, les hacíamos leer algo de la Hágada (libro de Pésaj), les dábamos en fonética la letra de las canciones sintiéndonos orgullosos de abrir nuestras casas y mesas, porque no teníamos nada que esconder y mucho para mostrar de nuestra religión.
Este año, con esta nueva plaga, seremos una mesa virtual de familia y amigos, pero estaremos como siempre juntos. Extraño mis corridas y compras, mis preparativos, cocinar, sacar la vajilla y dejar puesta la mesa para numerosos invitados…Pero con el celular, el zoom y el amor de siempre, tendré a mis seres queridos presentes, también los que ya no están pero que siguen viviendo en mi alma, y estaremos como soldados que custodian la tradición a pesar del coronavirus.
INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora