Santo en la Web y en la Red

29 de marzo, 2024

MARTHA WOLFF. Islas Malvinas: El hambre de los soldados de la Patria.

Este capítulo es del libro sobre discriminación “TODOS JUNTOS SE ESCRIBE SEPARADO”.

ENTREVISTA A MARCELO LAPAJUKFER

Había conocido su historia como soldado en la guerra de Malvinas. Fue en un reportaje radial. Me impactó y esta vez la entrevista fue para sumarse a este libro sobre discriminación. Debo confesar que su pausada descripción de los hechos, su poder de observación del lugar, de haber sido condenado al hambre por los militares, de su fortaleza para no claudicar los principios del valor humano, de consolidar la amistad en medio de lo inhóspito, de haberse convertido en un ladrón sin culpa sino por necesidad, de no haber guardado rencor a quienes lo maltrataron y de sentirse orgulloso de haber sido un joven que soñó regresar victorioso de la guerra, todo eso me lleno de admiración.

Este hombre canoso de hoy, con ojos transparentes como el océano, me hizo lagrimear por la belleza dolorosa con la que contó su experiencia al descorrer el telón, para dejar actuar a aquel muchacho que en 1982 fue a luchar para defender a las Islas Malvinas.

¡Gracias Marcelo Lapajkufer!

Al declararse la guerra de las Malvinas fui un conscripto con instrucción militar cero. Recién la habíamos empezado y hubo que parar las prácticas porque soldados de mi regimiento no se presentaron. Por lo tanto, fueron convocados los de la camada anterior que tampoco sabían nada. Teníamos nada más que 18 años y no teníamos idea de lo que nos esperaba. El habernos dado un casco, un correaje y un fusil, nos hizo creernos superhéroes e inmortales. En ese momento tuve una gran confusión sumado a mucho entusiasmo, patriotismo y coraje. Me invadió una sensación desconocida. Todos los conscriptos fuimos como pudimos.

Haber ido a ese lugar, a esa latitud, en esa época del año, fue muy fuerte. Un clima tan hostil y ni siquiera teníamos una prenda impermeable dentro del equipo. Vivíamos empapados, a la intemperie, en una trinchera, con barro y turba hasta los tobillos. Construimos las trincheras como pudimos, con las palas, los cascos y las manos.

Al principio estaba todo tranquilo, hasta que explotó el conflicto, y comenzó a escasear la comida, hasta el agua potable. En una guerra no se duerme, se vive en alerta las veinticuatro horas del día. Todo era incertidumbre. Nos tocaba veinticuatro horas de guardia ininterrumpidamente. Cuando ya queríamos descansar, recibíamos órdenes para ir a descargar un buque que acaba de atracar, o ir a cargar combustible para los helicópteros. Se vivía en una tensión extrema. Mi cabeza no paraba de tratar de entender y cuestionarme el estar allí, pero sabía que había que sobrevivir. Y fue más fuerte ese deseo cuando escaseaba lo fundamental, que era la comida que nos tenían que traer de un rancho cercano, donde se la preparaba. Tuve suerte que me tocó hacer guardia en Puerto Argentino, en plena ciudad. Vivía en una trinchera miserable cercana al centro, a diferencia de otros que les había tocado los montes y la pasaron mucho peor. Ese privilegio me dio la oportunidad de fijarme dónde podría llegar a robar algo para mitigar mi hambre. Fue cuando me tocó cuidar donde estaban los altos mandos, por un chisme, dato muy valioso en esos casos, y pude sacar una chapa donde había alimentos. Con mucho sigilo, por miedo a que me atrapen, me fui aprovisionando. Pero yo no robaba para mí solo, sino también para mis hermanos de trinchera, con los que terminamos siendo hermanos de la vida en medio de la guerra. ¡Algo inconcebible! ¡Estábamos unidos por la guerra! ¡Cada uno de nosotros estábamos dispuestos a dar la vida por el otro! Cuando le escribía a mi familia les mentía, les decía que estaba bien, en un lugar bárbaro y tranquilo, que comía y que estaba abrigado.

Nos fuimos defendiendo, siempre supeditados a tener lo que comer. Pero tengo un recuerdo que muestra el hambre que padecimos. Un día, desde el lugar que yo tenía que vigilar, haciendo guardia, miraba lo que entraba y salía del edificio, que había sido una escuela donde estaba instalado el Estado Mayor del Ejército. Mis ojos veían soldados que entraban con carretillas cargadas de comida. Hasta que una madrugada, con un frío inferior a bajo cero, tieso del frío que me calaba los huesos, sin dormir, hambriento al igual que mis compañeros, veo repentinamente un camión encapotado y un soldado acomodando cosas adentro. Al acercarme, veo que eran canastos de mimbre con “pan, pan fresco, pan”, algo maravilloso. La calle estaba escarchada por el rocío y la nevisca. El clima cambiaba a cada rato, y fue cuando le pedí un pan, un pan, un tesoro para mí estómago. Me lo negó porque le estaba prohibido. Se subió al camión y lo puso en marcha. A medida que arrancaba y se alejaba, no me di por vencido, cargado con mi fusil, más la manta que tenía puesta, a la que le había hecho un corte con la bayoneta para usarla como poncho y empapado por la escarcha, corrí. No sé cómo pude con mi estado de debilidad, correr con esa tonelada de ropa mojada, más las botas y el equipo. Desesperado, viendo que se me escapaba la oportunidad de conseguir un pan, cuando estaba a la par de la ventana, le grité que los dos éramos iguales, soldados. Fue cuando me tiró un pan. Un pan, sí, uno. Eso fue casi surrealista, rogar por un pan fue muy duro. La verdad es que la guerra tiene códigos terribles. Cuando llegué a la isla, me deslumbró el lugar, pero de a poco se fue transformando en otra cosa, mutando.

Un día recibí carta de mi tío. Nosotros en la trinchera o en el pozo éramos dos “Marcelos”, un Sergio y un Ricardo. Juntos nos apuntalábamos haciendo guardia, sacando el agua que se filtra desde abajo, convirtiendo todo en un barral. Juntos abríamos las cartas para leer noticias de nuestras familias. Cuando abrí la de mi tío Mauricio, vi que me había mandado plata, disimulada entre las hojas escritas, para que me comprara helados. Sentí que mi tío había diseñado ese meter plata con mucho cariño. Sergio fue quien me preguntó qué íbamos a hacer con ella. La respuesta fue comida.

Como yo soy muy observador, en mi andar por Puerto Argentino había visto una especie de supermercado, en una lateral a la costa. Era como las demás calles, empinadas. El negocio tenía mercadería de campo y otros artículos. Para entrar al establecimiento había que subir unas escaleras, tenía una baranda del color de su techo, pintado en color verde inglés, el resto blanco. Fuimos a comprar a sabiendas que en todos los establecimientos había un cartel, que decía que estaba prohibido atender a militares, o tener contacto con la población civil. Los cuatro decidimos ir al día siguiente de terminar la guardia e intentar comprar mercadería. Yo fui el que entró munido de plata argentina, que por esa época circulaba bastante en las islas. En ese entonces había bastante presencia argentina, se enseñaba castellano en las escuelas, YPF abastecía de combustible con unos tanques, que todavía están. Entré con mi fusil en la espalda, me saqué el casco y miraba qué podía comprar. Con criterio busqué lo que más calorías y grasa tuviese. Lo necesitábamos ya que estábamos desnutridos. Usé el casco como canasto y compré una caja de galletitas de Dinamarca que eran pura manteca, comestibles y enlatados. Pagué en la caja y de vuelto me dieron monedas que todavía conservo de recuerdo.

Al salir, vi que policías militares lo tenían apresado a Sergio, mientras otro me increpaba el haber entrado al negocio. Fue tal el shock que entré en un estado de stress. Me quedé sin audición en medio de esa batahola. Tenía mucho espacio dentro de la campera ya que había adelgazado mucho. Me metí las compras dentro de la misma cerrada hasta el cuello y el policía no se dio cuenta. Me llevó hasta la esquina y me golpearon y patearon entre varios. Por el desnivel de la calle empecé a rodar, protegiendo los comestibles con mis brazos, y viendo la desesperación de mi amigo a medida que caía. Al terminar de rodar le pude dar los alimentos para que los llevase a la trinchera y que avisase a nuestro capitán lo sucedido para que me rescatara. Me detuvieron entre seis y siete horas en la comisaría de la Policía Militar Argentina. El pago fue estar siete horas de cuclillas contra una pared y me insultaron de lo lindo. En esas horas no sabía qué me podría llegar a pasar.

Todo fue pobre y de gran abandono. El día más triste fue el “Día de la Rendición”, el 14 de junio. Ese día los ingleses habían primero bombardeado de noche y luego de día, sin tregua. Nosotros estábamos en la trinchera, haciendo guardia. Ahí nos dijeron que había recoger todo e ir al regimiento, al puerto, hasta saber qué medidas se iban a tomar. Alcancé a agarrar algo de la poca muda que nos habían dado para protegernos del frío, nos la poníamos una arriba de la otra. Ya había visto avanzar a los ingleses hacia la costa, del oeste al este, hacia la ciudad que era el último enclave a tomar. Todo era incertidumbre, caos y confusión. Uno se preguntaba adónde iríamos, qué íbamos a necesitar. Era difícil pensar en medio de una ciudad incendiada, congelados de frío, corriendo miles de nosotros hacia el puerto, ayudando a mutilados y agarrando lo que se podía a los manotazos. De la trinchera al puerto había diez cuadras. En el primer piso del correo habían quedado nuestras pertenencias que dejamos al llegar a Malvinas.  Recuperé mi bolso, la bolsa de dormir y mi carpa. Las carpas se armaban de a dos. Providencialmente alguien había dejado una bolsa de nylon con pastillas de alcohol, chapitas para apoyarlas para dar luz y calor, ante urgencias. Esas pastillas al encenderlas, duran y se puede calentar, a su vez calientan las caramañolas (*1). Después de tomar mi bolso, cuidé que las ciento ochenta y siete cartas estuvieran en los bolsillos de mi pantalón, envueltas en nylon para preservarlas. Eran ciento ochenta y siete cartas de mi familia, amigos y desconocidos, que había recibo en los sesenta y seis días de mi estadía de guerra, y siempre las llevaba conmigo. Durante el otoño en las Islas Malvinas, a las tres de la tarde es noche cerrada. Ese hallazgo fue un regalo divino para mitigar la oscuridad y el frío.

Al concentrarnos en una esquina, quemamos la bandera de la compañía para no dejárselas a los ingleses, cantamos el himno y nos repartieron cintas celestas y blancas como French y Beruti, todavía las conservo. Allí, cerca de los galpones que estaban a un costado blancos con techos verdes y puertas corredizas, lloramos y esperamos. Había silencio, tristeza, estábamos bloqueados emocionalmente. La incógnita de la suerte que íbamos a correr nos gobernaba.  De tanta anarquía y peligro volví a bloquearme y perdí el color de la vista, viendo como una película en blanco y negro. Luego, un oficial nos habló diciendo que iban a abrir los galpones, pidiendo que vayamos a entrar ordenadamente y que tomemos lo que quisiéramos. Cuando los abrieron nunca había visto algo igual. Medias reses apiladas hasta el techo, congeladas por la temperatura ambiente, bolsas de harina, bolsas de azúcar, hormas de quesos, dulce de batatas en latas, de membrillo en cajas de madera, leche en polvo. Todo lo que habíamos necesitado para sobrevivir estaba allí guardado. Todo lo que hubiera paliado el hambre estaba ahí. Estábamos mudos, nosotros, los que no tuvimos para comer, retenido por un egoísmo demencial. Nadie se quejó, nadie se reveló. Estábamos aturdidos por la guerra perdida y el hambre. No hubo reacción. Lo único que queríamos era comer. Atacamos y nos proveímos de lo que nos alcanzaban las manos, los bolsillos y los bolsos.  Volví a meter las provisiones dentro de la ropa como lo había hecho la vez anterior, como si hubiese sido un ladrón.  No sabíamos cuándo y dónde volveríamos a comer. Éramos como animales.  Comíamos desaforadamente. Con la bayoneta corté dulce de membrillo y lo fraccioné. Nosotros éramos casi 200 soldados que no sabíamos si habría un mañana.

Luego del saqueo legal nos hicieron marchar hasta el aeropuerto, que quedaba a nueve kilómetros. Éramos una caravana de desvalidos, enfermos, desahuciados. En medio de la ruta un retén inglés nos revisó y desarmó. En un camino lateral había un cementerio de armas requisadas. Yo pedí que no me sacaran el casco y las cartas, mis cartas, mis tesoros, porque con ellas yo tenía nombre y apellido. Ya en el aeropuerto bombardeado, una torre de control, niebla, oscuridad, frío y barro, agujeros de las bombas llenos de agua, armamos nuestras carpas.  La nuestra y la de todos sin piso protector. Era un infierno, pero estábamos los cuatro juntos a pesar de la estrechez. Sumamos a un soldado gaucho a nuestra carpa. Gracias a las pastillas de alcohol sobrevivimos. Fueron cinco días que nos alimentamos con lo que cada uno había racionado, de lo que nos supimos aprovisionar de lo que llevamos de los galpones. 

En los cinco días que estuve prisionero, los ingleses nos respetaron, pero no nos dieron agua ni comida. En el muelle estaba el barco Bahía Paraíso, que no pudo atracar, debimos saltar desde un transbordador al barco. Partí el 19 de junio siendo uno de los primeros por mi estado de salud. Fue un salto a la vida. Salimos en una noche negra de oscuridad. Tenía los pies y las manos congeladas y un problema intestinal por un parásito, que provoca la diarrea del viajero, consecuencia de comer de latas hinchadas, que abríamos con la bayoneta. En el barco sufrimos una tormenta. Al día siguiente, el 20 de junio, Día de la Bandera, cantamos el himno. Fue conmovedor y creo que recién allí nosotros, los ex combatientes de Malvinas, pudimos levantar la cabeza, pero con la culpa de haber sobrevivido.  Bahía Paraíso era un barco hospital, de una limpieza como si se tratara de un quirófano, donde comimos cuatro raciones cada uno por el hambre acumulado. Quisieron evitar que vomitáramos por la tormenta, pero devoramos igual.

Fuimos discriminados como soldados de la Patria, al tener las alacenas llenas de comida y matarnos de hambre. Cuando regresamos y nos llevaron a “Campo de Mayo”, nos hicieron firmar un acuerdo de confiabilidad, de que no íbamos contar lo que pasamos, si no acatábamos, no nos iban a entregar el documento al terminar el servicio militar.  Entre las faltas de ética que tuvieron, fue no avisar a nuestras familias de nuestro regreso. Argumentaron que no los habían querido asustar, por si estábamos muertos, si habíamos quedado prisioneros, si habíamos bajado del barco y de qué barco. Fue cuando reaccioné y dije que no habían hecho lo mismo cuando nos mandaron a la guerra. Pero me las arreglé. A un policía le escribí en un papelito mi teléfono. Era el año 1982, no había mail ni celular. Hasta que me vinieron a buscar, nos hicieron lavado de cabeza, como excombatientes. Al cuarto día mi tío Leo y yo nos estrechamos en un abrazo sin tiempo.

Fui al regimiento a dejar la ropa y retirar la de civil, con la que había ido al entrar a la colimba, que fue en pleno verano. Al salir era pleno invierno. Al ponerme la remera no tuve frío, ya estaba curtido.

De los militares argentinos digo que hubo buenos y malos, como hubo soldados buenos y malos, pero nos mataron de hambre…no tengo resentimiento…En Malvinas pensaba en la bandera, en la educación que habíamos recibido que las Malvinas eran argentinas, tenía un sentimiento argentino, pero fue una trampa. Volví a las islas después de 35 años.

Estoy orgulloso de haber ido…fui con 18 años…creía que íbamos a ganar…Lo único que sé, es que la guerra sacrifica una generación.



Todos juntos se escribe separado.

Todos juntos vivimos juntos y separados.

Todos juntos y por separado discriminamos.

Todos juntos y separados encendemos velas.

Todos al encenderlas hacemos pedidos.

Todos podemos iluminar la convivencia.

Todos deberíamos hacer del mundo un altar de paz.

INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora
Contacto: marthakwolff@gmail.com

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