Santo en la Web y en la Red

26 de julio, 2024

MARTHA WOLFF. Los viejos y el coronavirus.

La pandemia del coronavirus ha condenado a la gente vieja a morir. El desgaste de los años ha debilitado sus defensas y cuando es atacado no tienen esperanza de salvarse. El coronavirus se ha encargado de una limpieza mundial de gente añosa. Como una burla del destino, el mágico momento de prolongación de vida como nunca sucedió en la historia de la humanidad, pasó de ser una realidad a una ilusión perdida. Realidad porque las sociedades tuvieron que remodelar sus sistemas de protección y seguridad social para darles una vejez digna. Pero, por otro lado, el costo de esos millones de años llevados a cuestas con derechos y disfrutes que antes no tenían, estaban haciendo tambalear las economías. Su supervivencia oscilaba entre el desbalance entre el trabajo activo y el jubilado pasivo. Lo aportado por años no alcanzaba para cubrir los costos actuales de tanta gente mayor que debía gozar de una vejez sin dificultades.

Pero llegó el coronavirus y las atenciones a los jóvenes son preferenciales porque los ancianos ya cumplieron su ciclo existencial y hay que salvar el futuro. Los provectos deben morir en sus casas sin siquiera el abrazo de sus seres queridos y condenados a morir en soledad.

Los jóvenes tienen atención preferencial con el contagio del coronavirus, pero lástima que antes de esta pandemia la especulación internacional de la droga que mata no tomó las medidas necesarias para salvar a muchos de ellos. Lástima que no hubo una campaña de su protección en los boliches en los que desde los patovicas y las barras armadas para provocar líos y reyertas no fueron reprimidas por la policía, quien también condena a los jóvenes por serlo. Lástima que no les hayan dado oportunidades para que progresen y no se frustren por la desocupación. Lástima que se los considere de segunda por cómo visten, por sus libertades sexuales y sus gustos. Lástima que también a los viejos que antes se los condenaba a la mecedora, pantuflas, boina para el señor y chal a crochet de la señora, iban a encuentros de gente de la tercera edad, donde rejuvenecían liberados de prejuicios y se divertían, haciendo actividades sin ser señalados como retirados de la vida.

Este virus se ha encargado de terminar con ellos, en su mayoría, también ataca a personas de mediana edad y jóvenes, pero en menor grado. Su expansión actúa como una profecía maléfica, como si ya no hubiera más lugar sobre la tierra. El coronavirus se está vengando de la malversación de la Naturaleza por la ambición del hombre, de querer conquistar todo. La guerra virósica mata sin tregua hasta que se descubra cómo matarlo a él.

La muerte está a la orden del día modificando a familias enteras, lo que traerá un nuevo orden en las relaciones humanas. Y así como en China se produjo una gran crisis familiar al obligar al control de la natalidad de un hijo por pareja, un solo hijo se tuvo que hacer cargo de sus padres y un hijo único a no tener hermanos. Así este virus, que está gobernando al mundo, también está dejando sin abuelos a los niños, sin padres a los adultos, y sin el referente de nuestro origen. Más que una anarquía, lo que está pasando es la inversa, de cómo dicen que Dios creó al mundo en siete días y al octavo descansó, pues estamos volviendo al caos en el espacio de la Tierra.

Los que tuvimos la suerte de tener a nuestros abuelos, padres o tíos viejos, sabemos que había que respetarlos, cuidarlos, mimarlos y acompañarlos, pero hoy eso va a quedar en la prehistoria. 

Nuestros viejos están condenados con el coronavirus a morir en soledad hasta la sepultura o tal vez su cremación. Todo es una dimensión desconocida y desconcertante por el amor con el que fuimos criados hacia nuestros mayores.

El cuento de que “Había una vez…”, será el próximo después de que termine, para relatarles a los pequeños que tuvieron abuelos.

INVITADA
Martha Wolff
Periodista y escritora

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